Luis Bruschtein describe el fallo PRO genocidas como un reaseguro de la lealtad de sus guardaespaldas para con la oligarquía gobernante.

Impunidad

Por Luis Bruschtein

El fallo de la Corte impresiona como un millonario que asegura la lealtad de sus guardaespaldas. Cero institucionalidad, cero ciudadanía, cero democracia. Es impopular. El rédito ciudadano es negativo. Una encuesta telefónica rápida mostró que el 85 por ciento de los encuestados rechazaba la aplicación de la ley del dos por uno a delitos de lesa humanidad. Se aplica una ley que no estaba vigente desde dos años antes de que se empezara a juzgar a los beneficiados. El argumento es tan rebuscado que deja expuesta la voluntad política que lo motorizó. Para que la jerarquía más alta de la Justicia produjera un fallo de este tipo, un fallo que la marcará como la Corte que reabrió el camino a la impunidad, tuvo que ser empujada por una voluntad política en la que esa impunidad figura entre sus prioridades y con mucha fuerza. Una voluntad que incluso está dispuesta a aguantar el malestar que genera entre un sector de sus propias filas y que le aleja simpatías. Esa voluntad copó sectores de la Justicia, impuso jueces propios en la Corte y orilló al máximo tribunal a jugar su proyección histórica con un fallo enrevesado que vulnera tratados internacionales. La impunidad tiene una dimensión simbólica y otra más concreta y el ciudadano común no alcanza a medir la importancia que siempre le asignaron la derecha y el poder económico, el establishment o las corporaciones.

La historia reciente de la impunidad demuestra esa importancia que le asignan. Raúl Alfonsín fue obligado a legislar el Punto Final y la Obediencia Debida. Carlos Menem otorgó los indultos porque entrevió la importancia que ellos tenían para sus nuevos aliados del neoliberalismo, todos ellos viejos socios de las dictaduras. La Alianza, que en un primer momento contó con la simpatía de un sector del movimiento de derechos humanos, ni siquiera lo intentó. Cuando ganó Néstor Kirchner, todo hacía pensar que se mantendría igual. El 5 de mayo de 2003, pocos días antes de asumir la presidencia,  Kirchner recibió la visita del entonces subdirector del diario La Nación José Claudio Escribano, que le presentó cinco puntos que debía respetar el nuevo presidente si quería durar más de un año. El primero se refería a la alineación incondicional con Washington. El segundo era terminar con la investigación y los procesos relacionados con las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. 

La idea de impunidad se relaciona con la de justicia y con los principios para la construcción de sociedades democráticas. Pero también se relaciona con la discusión del poder. La derecha siempre tuvo claro que el debate sobre los derechos humanos era también un debate sobre los resortes de poder en la Argentina. En cambio, el movimiento de derechos humanos no habló nunca de poder, siempre habló de justicia y de principios. Desde ese lugar resulta difícil entender la importancia que la derecha le otorgaba a la impunidad. 

Kirchner juntó las dos cosas: usó el poder que obtuvo en las elecciones para atacar a la impunidad, lo contrario que le exigía la derecha y el poder económico. Hizo votar la nulidad de las leyes de punto final y obediencia debida y comenzaron los juicios junto con la furiosa hostilidad de la derecha. El corazón del odio anti k inicial se enquistó alrededor de esa problemática y funcionó como vector de contagio. 

Aun así, para restarle méritos al gobierno kirchnerista, un sector de la izquierda, inclusive una minoría del activismo de los derechos humanos, se llevó por delante la realidad y acuñó en esa época la frase “los derechos humanos del pasado” ya no eran importantes, que la derecha los había concedido. Muchos periodistas que habían buscado cercanía con el movimiento de derechos humanos para ganar cierto prestigio, tomaron rápidamente este argumento para pasarse de bando. Pero también hubo un debate en los organismos de derechos humanos. Resultaba paradójico que esa discusión se planteara cuando la derecha lo incluía entre sus prioridades con mucha claridad y confrontaba duramente con el kirchnerismo por ese tema. Con la anulación de las leyes de impunidad, el kirchnerismo se ganó el primer odio furibundo, una ola que no cesó en doce años y que aún hoy se expresa en medios y dirigentes del oficialismo. 

Al usar el poder político para desterrar la impunidad y convocar a los organismos de derechos humanos a esa tarea, Kirchner introdujo en el movimiento de derechos humanos una discusión que estaba ausente en ellos y que era necesaria. La lucha de los organismos de derechos humanos fue la base, el cimiento, la materia prima de ética y  dignidad que expandió esos valores hacia el resto de la sociedad. Pero la lucha contra la impunidad es una lucha de poder, contra una forma de poder. Nunca se hubiera podido alcanzar la anulación de las leyes de impunidad si no hubiera existido el poder para hacerlo y la voluntad política para decidirlo aún a costa de todas las amenazas que había advertido Escribano: el gobierno que se meta con la impunidad no aguantará más de un año. Si se lo hicieron a Kirchner, es evidente que esa presión se aplicó a cada gobierno que asumió en estos treinta y pico de años de transición democrática. Y es evidente que casi todos ellos se sometieron a ella o fueron doblegados, menos los gobiernos kirchneristas. La discusión sobre el poder hizo que se criticara al kirchnerismo por una supuesta cooptación del movimiento de derechos humanos. Sin embargo, varios de los que hicieron esa acusación, votaron o se expresaron después en las cercanías de la alianza Cambiemos a través del radicalismo o de la agrupación de Elisa Carrió o de Luis Juez. Los que promovieron esa crítica contra un gobierno que atacó la impunidad terminaron respaldando o –por omisión en el caso de los que decían que eran iguales– facilitando la llegada de un gobierno que empezó a reinstalar la impunidad.

La relación de los organismos de derechos humanos con el poder es más compleja que el maniqueísmo interesado que se plantea tanto desde algunos sectores de izquierda como de la derecha. Hay una relación que no se puede negar. Y hay una disputa de poder, una disputa política que alguien tiene que dar para defender esos reclamos y en esa trama se insertan los organismos de derechos humanos generando a su vez distancias y estableciendo especificidades porque ellos no son ni tienen que convertirse en partidos políticos. Pero si se actúa desconociendo esa trama, se consigue ubicarlos en el lugar testimonial decorativo que la derecha y el poder económico le quieren asignar siempre a la izquierda.

El fallo de la Corte tiene un mensaje y un destinatario. No es tan difícil adivinarlos. Puede decirse que el destinatario general como mensaje aleccionador es la sociedad en su conjunto: “el poder puede matar y asesinar porque nadie se lo va a impedir ni castigar”. Pero el destinatario más específico son las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad. Y el mensaje para ellos es claro: “ustedes quedarán en libertad porque obedecieron órdenes del poder, no importa si mataron, secuestraron o violaron porque esa es la función de ustedes”.

Un millonario necesita guardaespaldas. Y los millonarios que llegan al gobierno visualizan esa función para las Fuerzas Armadas y de seguridad, son sus guardaespaldas. Y así como los guardaespaldas los protegen a ellos, ellos tienen a su vez que protegerlos y garantizar que nada de lo que hagan para defenderlos será castigado. Es un pacto mafioso. Lo institucional desaparece en el ejercicio de un poder autoritario de derecha. La lucha por los derechos humanos contra la impunidad es una lucha contra una forma de poder justamente porque busca destruir ese pacto de  “millonario y  guardaespaldas”,  que es una forma de poder,  y convertirlo, institucionalizarlo, a través de la justicia y de otras formas de control, en la relación entre un gobierno y las fuerzas armadas y de seguridad. 

El fallo de la Corte va en contra de estas metas ciudadanas  y democráticas y tiende a convertir a estos organismos del Estado en mafias impunes con la libertad de cometer cualquier desmán. En el marco de una política económica que aumenta drásticamente el desempleo y la pobreza, con sus consecuencias de marginación y desesperación, el mensaje de la Corte con este fallo es atemorizante porque muestra a un gobierno que desarma los controles, en este caso de la Justicia, y se prepara para la represión del descontento, asegurándoles a las fuerzas represivas que serán impunes.

Fuente e imagen: Página 12. Link.

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