Por Richard Ermili*

¿Será cierto que el estado tiene la obligación de garantizar un trato igualitario a toda la población, sean católicos o no? Entendemos que este es el requisito básico de una sociedad que respeta las diferencias de sus habitantes en materias de creencias, tradiciones, filosofías, etc.

Lo que para algunos puede ser motivo de recogimiento y crecimiento espiritual, para otros es una ofensa o un absurdo. Ese reconocimiento es el cimiento de una sociedad que se precie de cultivar la libertad de conciencia. El estado no puede involucrarse en dirimir cuestiones doctrinarias que están reservadas a la esfera privada de algunas comunidades, ni aún implícitamente (por ejemplo, administrando capital simbólico de origen confesional en el espacio público).

Un estado democrático no se limita a contabilizar voluntades, sino que a ello se impone conjugar el ordenamiento jurídico que, en el caso de nuestro país, tutela los derechos de las mayorías y minorías, sin distingo de religión como modo de preservar la unidad en la diversidad, la libertad, la igualdad y la justicia, todo ello en orden al bienestar de la población toda. En lo único que inciden legítimamente las mayorías, es la elección de representantes y autoridades.

Lo que algunos clericales tratan de obviar es que la autolimitación del estado en la exposición de imágenes (o celebración de actos religiosos) que molestan a la conciencia de quienes no profesan doctrinas católicas apostólicas romanas, no compromete ni la libertad de culto ni la libertad de conciencia de las mayorías.

El dictamen del INADI N° 448/2013 lo dice de modo muy claro: “Es indudable que existen muchos lugares destinados exclusivamente a rendir culto a las deidades y, que de este modo, la prohibición de colocar símbolos religiosos en edificios  públicos y en lugares visibles de esos edificios, no afectaría en modo alguno a las personas de fe católica, mientras que permitiría a las personas que no profesan esa religión no sentirse condicionados frente a las instituciones”.

Ningún laicista desea impedir la libertad de culto, ni la libertad de expresión de las comunidades que profesan la fe católica (o cualquier otra). De hecho, hay católicos practicantes que son laicistas. Por lo tanto, las disyuntivas éticas y políticas de fondo son al menos tres: 1) ¿nos haremos cargo (y respetuosamente) de la diversidad de creencias y tradiciones que co-habitan nuestro territorio nacional? ¿Estamos en condiciones de admitir que un efecto de la libertad de conciencia es la posibilidad de rechazar las doctrinas y la religión católica, y que ello es tan legítimo como abrazar esas creencias? ¿Asumiremos que católicos y no-católicos merecemos un trato de iguales?

*El autor es Co- Presidente de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) filia San Rafael.

Integrante del Encuentro Laicista Mendoza (ELM)

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