Por Federico Mare

El desarchivo del proyecto de Ley Provincial de Educación, y el peligro cierto de que el Senado lo apruebe en los próximos días, ratificando la controvertida enmienda al art. 7 que la Cámara de Diputados, por presiones de la corporación eclesiástica y el integrismo católico, sancionó a fines del año pasado (equívoca inclusión del derecho de libertad religiosa y reconocimiento retrógrado de los “valores trascendentes de nuestra cultura”), vuelve a poner sobre el tapete la cuestión de la laicidad escolar. ¿Otra vez? Sí, otra vez. El lobby clerical y la genuflexión de los tres poderes del Estado provincial no nos dan respiro.

No busco aquí focalizarme en lo coyuntural. Eso ya lo hice en otro escrito, La laicidad escolar otra vez en peligro, publicado hace pocas horas en MDZ [www.mdzol.com/opinion/610099]. Lo que busco aquí es situar el problema –aunque muy sucintamente por no tratarse de un artículo académico– en una perspectiva histórica lo suficientemente amplia como para desbrozarlo de una arraigada y errónea creencia que entorpece su comprensión: el mito esencialista, autoritario y excluyente de una cuyanidad monolíticamente católica, perennemente hispanista, que operaría como alfa y omega de nuestro sistema escolar provincial. En Por qué la Constitución de Mendoza es laica [www.mdzol.com/opinion/536650], me ocupé bastante de él, de modo que en las líneas que siguen trataré de aportar nuevas informaciones y reflexiones que complementen lo ya expuesto.

En el primer tercio del siglo XX, de la mano del liberalismo y la pedagogía normalista primero, y del movimiento de la Escuela Nueva y el socialismo después, Mendoza supo estar a la vanguardia del laicismo escolar argentino. Nuestra tradición laica tiene nombres ilustres: Martín Zapata, Agustín Delgado, Nicolás y Arístides Villanueva, Francisco y Emilio Civit, Agustín Álvarez, Adolfo Calle, Julio Leónidas Aguirre, Ramón Morey, Florencia Fossatti, Américo D’Angelo, Renato Della Santa, Ernesto Matons, Benito Marianetti y tantísimos otros. Posee también sus precursores notables, como Juan Crisóstomo Lafinur y Tomás Godoy Cruz, personalidades insoslayables de la Ilustración cuyana, en la que no debemos olvidar incluir al sanjuanino Salvador Mª del Carril, rivadaviano e impulsor de la pionera Carta de Mayo (1825), hito constitucional del proceso de secularización y ampliación de derechos civiles en el Río de la Plata decimonónico.

Mendoza fue, de hecho, uno de los últimos baluartes de la Argentina laica. Recién con el golpe militar del 43, y la intervención federal de facto que trajo aparejada, ella finalmente sucumbió a la cruzada recatolizadora. Por el contrario, en otras provincias –entre ellas Santa Fe y Buenos Aires– el retroceso se produjo varios años antes, durante el bienio de 1936-37, bastante tiempo antes que la dictadura clérico-militar del GOU irrumpiera en escena para remedar la España de Franco, el Portugal de Salazar y la Francia de Vichy. Esto no es casual.

Desde luego que la Mendoza de la Década Infame no fue ajena a la marea del nacionalismo católico restaurador, sobre todo luego de que el sector azul del PD, a tono con las ideologías autoritarias y totalitarias del momento, accediera al gobierno desalojando al sector blanco, heredero del liberalismo civitista, durante 1935-36. Pero en ella, la clericalización de la vida pública –recuperando la certera expresión del historiador Loris Zanatta– no fue tan fulminante, al menos en el ámbito educativo. A medida que se profundizaba la caza de brujas contra los sectores más progresistas del magisterio, el dique de la laicidad escolar sufrió algunas fisuras importantes, es verdad. Pero resistió bastante bien hasta comienzos de la década del 40. El Congreso Pedagógico de Cuyo, celebrado en San Rafael a fines de 1939, desestimó la propuesta del obispo de San Juan tendiente a introducir –como ya se había hecho en la mayoría de las provincias– la enseñanza religiosa en las escuelas estatales. Y en la Convención Constituyente del 43, abortada con el golpe, la proposición clerical de darle jerarquía constitucional también fracasó.

En cuanto al patronazgo de la Virgen del Carmen de Cuyo sobre las escuelas estatales de Mendoza, no se trata de ninguna tradición inmemorial de origen colonial, sino de una tradición inventada –al decir de Hobsbawm– por el primer peronismo, promediando el muy contemporáneo siglo XX. La devoción de la grey católica de nuestra provincia por dicha advocación mariana es antiquísima, desde luego. Mas no lo es la creencia según la cual la Virgen del Carmen de Cuyo es patrona de la escolaridad pública mendocina. Fue recién en 1950, so pretexto del centenario de la muerte del Gral. San Martín, cuando la DGE instauró dicho patronazgo, instituyó el acto conmemorativo del 8 de septiembre, y distribuyó masivamente en las escuelas –luego de autorizar su entronización– las estatuillas que todavía hoy muchos establecimientos educativos exhiben en sus patios con alarmante desparpajo.

Los avisos educacionales del diario Los Andes de aquella época son elocuentes: el 3 de agosto de 1950, se entroniza y bendice una imagen de la Virgen del Carmen de Cuyo en la Escuela “Tomás Prisco” de San Martín; el 9 de agosto, en la Escuela “Teresa O’Connor” de Luján de Cuyo; el 11, en los colegios “Presidente Quintana” y “Carmen Ponce de Videla” de Capital, “Dr. Guillermo Rawson” de Godoy Cruz y “Jorge A. Calle” de Guaymallén… Dos años después, un 26 de julio de 1952, la DGE hace lo propio en su sede, aunque a otra escala. Ese ícono gigantesco todavía está allí, desafiando con arrogancia el paso del tiempo y la secularidad del Estado.

¿Qué hay de las otras prácticas confesionalistas que han ensombrecido la escolaridad pública mendocina? Al parecer, nada demasiado diferente. Las primeras referencias que aparecen en Los Andes a las entronizaciones de crucifijos e íconos de la Virgen de Luján, a la imposición de nombres religiosos a colegios, a las bendiciones de enseñas patrias e instalaciones educativas, a la presencia de contingentes escolares en ceremonias religiosas celebradas dentro de templos católicos, datan de los tiempos de la dictadura clérico-militar del GOU. La primera que he podido documentar es la inauguración de la Escuela nº 119 en Paso de las Carretas, San Carlos, el lunes 29 de noviembre de 1943: se llevó a cabo una misa, y tanto el edificio como la bandera fueron bendecidos por un sacerdote.

Un mes después, el 31 de diciembre, el gobierno nacional de facto, entonces presidido por el Gral. Ramírez, promulgó el tristemente célebre decreto nº 18.411, que implantó –o confirmó– manu militari la enseñanza de la religión católica, como asignatura ordinaria del currículum oficial, en todos los colegios estatales de la Argentina. De allí en adelante, el proceso de clericalización de la escuela pública mendocina avanzó a pasos agigantados, alcanzando su cenit –como ya se señaló– hacia 1950, cuando el primer peronismo promediaba su itinerario y se cumplían cien años del deceso de San Martín. No olvidemos que en 1947, a instancias de Perón, el Congreso Nacional había legalizado el decreto de enseñanza religiosa.

La marea clerofascista detuvo su ascenso cuando el gobierno justicialista y la Iglesia católica se enemistaron durante 1954-55, casi en vísperas de la autodenominada Revolución Libertadora. Amagó con volver a subir de la mano del Gral. Lonardi, antiperonista y nacionalista de extrema derecha, de efímero paso por la Casa Rosada. Descendió un poco con Aramburu, gorila a ultranza pero liberal a su manera. Tuvo cierto reflujo con Frondizi, quien habilitó la creación de universidades privadas confesionales, una de sus políticas más discutidas y resistidas. Y volvió a crecer con fuerza inusitada durante el Onganiato, gobierno de facto que, además de perpetrar la aciaga Noche de los Bastones Largos, firmó con el Vaticano el Concordato, onerosa hipoteca de la que aún la República Argentina no se ha redimido (el nuevo Código Civil y Comercial sigue concediendo a la Iglesia católica la personería jurídica pública y otros beneficios anexos, un privilegio que ninguna otra institución religiosa de nuestro país posee).

Nos vamos acercando a nuestra época: en tiempos de la última dictadura militar, cuando Videla era presidente y Ghisani gobernador, la resolución nº 706 del Ministerio de Cultura y Educación de la Provincia, firmada por el Prof. Mario César Apugliese, extendió el patronato de la Virgen del Carmen de Cuyo a todos los niveles de la educación estatal mendocina. Ese decreto funesto, fechado el 29 de agosto de 1980, es lo que hoy invoca la DGE de Vollmer para justificar el acto escolar del 8 de septiembre. Sí, un decreto de 1980, cuando el terrorismo de Estado señoreaba y la Legislatura de Mendoza estaba clausurada. Por lo demás, 1980 tampoco parece ser una fecha remota, perdida en las brumas de la historia colonial cuyana…

No se trata, pues, de una inveterada tradición que se fue formando espontánea y gradualmente con el transcurso de los siglos, por «sedimentación folclórica», en la temporalidad larga de la que hablaba el historiador Fernand Braudel, sino de una tradición ideada e impuesta de modo consciente y deliberado, súbitamente, en un lapso de tiempo brevísimo, con un alto grado de formalización. Hoy, 65 años después, merced a la naturalización y la desmemoria, podemos creer que su génesis fue diferente, menos artificial y más romántica. Pero no lo fue. La estatización y escolarización del culto a la Virgen del Carmen de Cuyo no es más que el constructo ideológico tardío de un revisionismo histórico de derecha obsesionado por impugnar la línea Mayo-Caseros y recatolizar la figura de San Martín en el lecho de Procusto de laCristiandad integral.

La población nonagenaria de Mendoza conoció una escolaridad primaria donde muchas de las prácticas confesionalistas que hoy se tienen por tradiciones inmemoriales, atávicas, poco menos que antediluvianas, todavía no existían. Tales tradiciones aún no habían sido inventadas. Fueron fabricadas después. Ellas son una creación típica de la Argentina de los años 40 y comienzos de los 50 –la Argentina del GOU y del primer peronismo–, un producto emblemático de lo que Loris Zanatta, certeramente, ha llamado mito de la nación católica. La población octogenaria también alcanzó a conocer la escolaridad estatal más laica de la década del 30; pero luego, más tarde o temprano, vivió en carne propia la clericalización. La generación septuagenaria y todas las ulteriores, incluyendo las más nuevas cuyas vidas han transcurrido íntegramente en el siglo XXI, ya fueron escolarizadas en contextos institucionales de nula o anémica laicidad.

La Argentina laica que ese mito ha buscado –y todavía busca– sustituir y ocultar, con un sinfín de omisiones y tergiversaciones pro domo, posee una historia profusa y de inmensa riqueza, llena de acontecimientos extraordinarios y personajes insignes. De ella, por razones de oportunidad y espacio, aquí nada diré. Pero a quienes tengan interés en conocer algunos de sus capítulos más rutilantes –aquéllos relativos a nuestra historia constitucional y educativa–, les sugiero que lean mis artículos Por qué la Constitución Nacional no es católica (a pesar del art. 2) [www.mdzol.com/opinion/563326] y El legado laicista de la Ley 1420 [http://unidiversidad.com.ar/el-legador-laicista-de-la-ley-1420].

De la sustitución y ocultamiento antes mencionados se podría citar infinidad de ejemplos, grandes y pequeños, lejanos y cercanos. He aquí uno: en 1976, la Biblioteca Popular “Tomás Godoy Cruz” –fundada en 1914 con el nombre de “Bernardino Rivadavia”– fue rebautizada “Presbítero Pedro Arce”. Permuta reveladora: un prócer de la Mendoza ilustrada del siglo XIX por un cruzado de la Mendoza nacionalista y ultramontana de Entreguerras.

El poder borronea y reescribe la historia conforme a sus intereses y aspiraciones, a sus héroes de bronce y bestias negras. De nosotros depende darnos cuenta que ella no sólo está hecha de documentos que son –a veces– palimpsestos, sino que ella misma, toda ella, es un palimpsesto, un inmenso palimpsesto repleto de capas superpuestas. Podemos adentrarnos en su espesura o quedarnos en su superficie, conformarnos con las apariencias o buscar la verdad. Y esta disyuntiva, claro está, esconde otra más profunda, más existencial: resignación o rebeldía, sumisión o libertad. Nuestra es la elección.

A fines de la centuria pasada, allá por 1994, en su monumental Historia del siglo XX, Hobsbawm escribió: “La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven. Esto otorga a los historiadores, cuya tarea consiste en recordar lo que otros olvidan, mayor trascendencia que la que han tenido nunca, en estos años finales del segundo milenio”. Veinte años después, esta lúcida reflexión del gran historiador británico conserva toda su vigencia, toda su actualidad.

Desmitifiquemos la historia regional. Conozcamos nuestro pasado. Contemplemos en toda su diversidad el rico acervo de tradiciones culturales que da sustancia a nuestra cuyanidad ancestral. En un gran salto de tigre –parafraseando la metáfora de Walter Benjamin– rememoremos la Mendoza laica del primer tercio del siglo XX. No se trata de un divertimento erudito de anticuarios. La lucha de esta hora lo demanda.

 

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